Sí, es probable que nada nos guste más a los periodistas que convertir a los escritores del pasado en oráculos de los problemas del futuro. La lista de previsiones que autores clásicos hicieron sobre las cosas – y no solo se meten en la lista las obras de Julio Verne – es bastante amplia. Y sí, quizás a veces forcemos un poco la mano en las cosas que vemos a nuestros escritores clásicos de turno predecir.

Y, aunque somos plenamente conscientes de ello, hoy vamos a sumar a una autora más al listado de las previsiones históricas. Jane Austen ya habló de los problemas del turismo. O al menos ya lo hizo un personaje en una de sus obras.

La primera vez que oí hablar de turistificación fue hace unos años, cuando la palabra de moda en España seguía a ser la de gentrificación. En Portugal, sin embargo, los analistas que estudiaban lo que ocurría en Oporto y en Lisboa ya hablaban de otro problema, el de la turistifación, que era el proceso en el que los vecinos dejaban los centros de las ciudades para que estos fuesen ocupados por los turistas. «Es una palabra inventada para algo que creo que es nuevo», me explicaba entonces un experto. Ahora que los pisos turísticos han invadido como una plaga los centros de Madrid o de Barcelona (y que empiezan a ser un problema serio también en otras ciudades de España), el término no nos resulta tan exótico, como tampoco el de la turismofobia.

Pero, como decía, Jane Austen ya puso en boca de un personaje de una de sus novelas la cuestión.

El turismo no es exactamente nuevo, al fin y al cabo. Aunque el turismo de masas como hoy lo conocemos nació al calor de los nuevos medios de comunicación, como el tren, y es por tanto algo que se popularizó en el siglo XIX y en el XX (especialmente en lo que a democratización toca: los nuevos medios de comunicación hicieron más barato desplazarse y popularizaron entre las diferentes clases los viajes), los más acomodados ya viajaban antes. No solo hacían turismo los ricos que se iban a hacer el Gran Tour por Francia e Italia, sino también los no siempre tan ricos (dejémoslo en acomodados) que recurrían a otros lugares. En Reino Unido, ya se hacía entonces visitas a la costa y diferentes ciudades se fueron convirtiendo en epicentros turísticos entre finales del XVIII y del XIX. Sus habitantes ya sabían, entonces, lo que ocurría cuando tu localidad se convertía en el destino de moda.

En Sanditon, una de las novelas empezadas y no acabadas que dejó Austen, el centro de la historia iba a ser la localidad de Sanditon, que un ‘emprendedor’ quiere convertir en el nuevo destino de moda como ciudad balnearia al borde del mar. En las primeras páginas, el emprendedor sufre un accidente en carretera, que lo pone en contacto con una familia (y sirve para que Austen introduzca a la protagonista femenina de la historia) y da una excusa para que venda su proyecto a su interlocutor, el señor Heywood. El señor Parker, el promotor, explica cómo generará riquezas y cómo cambiará el pueblo, pero Heywood no lo tiene tan claro. Él es el que habla de los temores que hoy meteríamos dentro claramente del miedo a la turistificación y a la crítica a sus efectos.

“Sí, he oído hablar de Sanditon”, dice. “Cada cinco años, uno escucha hablar de algún nuevo lugar y otro creciendo al lado del mar, y poniéndose de moda”, añade, señalando que el que todos se puedan llenar es “la maravilla” (criticando por tanto el crecimiento descontrolado que acaba generando el turismo en ciertos lugares). “Malas cosas para el lugar”, suma, diciendo que es seguro que suban “el precio de las provisiones”.

El señor Parker defiende entonces a su pequeña localidad costera, diciendo que no será “como Brighton, o Worthing, o Eastbourne”, sino una pequeña localidad y que aumentará la industria local. Pero el diálogo continúa. Heywood sigue creyendo que la “costa está demasiado llena de ellos (lugares turísticos) de todos modos”.

Imagen, mensaje que encontramos en una calle de Lisboa