El mundo del cine y el arte siempre se ha considerado como el más extravagante debido a las peticiones y manías de sus integrantes. Los cineastas, cantantes, guionistas, pintores o actores nos han sorprendido a lo largo de la Historia con curiosidades de lo más variopintas (¿Quién no recuerda que Dalton Trumbo solo podía escribir sus guiones en la bañera?). Sin embargo, no son los únicos. En el campo de las letras también podemos encontrar escritores cuya fama y popularidad vienen acompañadas de grandes sorpresas sobre su personalidad.
Fiódor Dostoievski es un claro ejemplo de ello. Considerado como uno de los escritores más famosos de la literatura universal, su popularidad ha traspasado a día de hoy las páginas de sus obras a costa de sus llamativas costumbres, manías y temores. A su confesa afición por el casino, por la que es mundialmente conocido y que sirvió como base de alguna de sus novelas más importantes, hay que sumarle sus curiosos hábitos culinarios, que pasaban por desayunar un buen vaso de vodka, tomar una copita de coñac antes del postre y un vaso de leche caliente después de haber comido pollo. Además, el escritor ruso también dejaba que sus emociones lo guiaran en sus experiencias gastronómicas de tal modo que si estaba triste se decantaba por el té y el vino mientras que, si por el contrario, se encontraba de buen humor, las naranjas, el queso o el limón eran sus principales antojos.
Vladimir Nabokov, por su parte, centraba sus manías en el acto de escribir. El autor de Lolita solo escribía en posición horizontal. De hecho, comenzó su carrera literaria escribiendo en la cama para más tarde pasarse a la comodidad (o incomodidad, según se mire) de su sofá. Además, y para disgusto de sus editores, el escritor tenía la costumbre de escribir sus novelas en pequeñas tarjetas que tenían capacidad para no más de 200 palabras. Su metodología era la de ir escribiendo ideas inconexas, tal y como se le venían a la cabeza, para después unirlas en un texto final. Para saber qué iba antes y qué después a la hora de combinar la información escrita, Nabokov numeraba sus pequeñas tarjetas.
Este peculiar sistema de trabajo desencadenó grandes problemas con su última novela El original de Laura. Nabokov dejó órdenes a su mujer, Vera Nabokova, de que destruyera todas las tarjetas en las que había escrito las ideas de su nueva obra. Sin embargo, Nabokova no obedeció la voluntad de su marido y las 138 tarjetas que conformaban El original de Laura fueron guardadas en un banco de Suiza hasta que el hijo del escritor decidió darles una segunda oportunidad en 2009. El problema con el que se encontraron los editores es que las tarjetas no estaban numeradas por lo que la obra que conocemos hoy en día podría no ser la que Vladimir Nabokov tenía en la cabeza.
El caso de Aleksandr Pushkin nada tiene que ver con sus famosos poemas sino con su conocida superstición. El escritor ruso más aclamado por su pueblo aseguraba tener premoniciones y era muy susceptible a las predicciones de futuro que le hacían. El poeta contaba siempre que podía una historia en la que afirmaba que de camino a San Petersburgo, en diciembre de 1825, una liebre se cruzó en su camino e instantáneamente supo que algo malo iba a suceder. Pushkin, guiado por sus instintos, dio la vuelta y reinició el camino de regreso a casa, lo que lo libró de no estar presente en el Levantamiento Decembrista y ser condenado a prisión de por vida. Por si esta historia fuera poco llamativa, un par de años antes de su muerte, al escritor le predijeron su fatal destino: sería asesinado por un hombre blanco con la cabeza blanca. En 1837 Pushkin perdió la vida en un duelo a manos de Georges D’Anthès, que en el momento del enfrentamiento llevaba un abrigo blanco y el pelo rubio.
Otro de los literatos más importantes de Rusia fue Nikolái Gógol. Este escritor, al igual que Pushkin, era tremendamente supersticioso y albergaba grandes temores sobre su futuro. Uno de los terrores que lo persiguió durante toda su vida fue precisamente la muerte. Gógol tenía un pánico terrible a ser enterrado con vida por lo que para evitarlo les pidió a todos sus allegados que cuando falleciese no lo enterrasen hasta que su cuerpo comenzase a descomponerse. Un miedo también compartido por el ya mencionado Dostoievski, quien sufría de sueños catatónicos que lo llevaron a pedir que no enterrasen su cuerpo hasta pasados tres días desde su fallecimiento.
Mientras que a Gógol le preocupaba su muerte, Antón Chéjov fue un hombre que siempre defendió la sencillez en su modo de vida. Algo que al parecer se puso en práctica hasta el último momento de su presencia en este mundo ya que su cadáver fue trasladado en tren de refrigeración de ostras hasta Moscú.
León Tolstói es quizás el escritor que más podría llamarnos la atención a día de hoy. Nacido en una familia adinerada, el autor de Anna Karenina dejó de lado la burguesía y la comodidad económica a la que estaba acostumbrado para vivir de una manera más humilde y sencilla, llegando incluso a crear una escuela para los hijos de los campesinos de su pueblo natal. Este ideal, unido a su desprecio absoluto por la violencia, caló hondo en personalidades tan importantes como Mahatma Gandhi, con el que mantuvo una fluida relación epistolar.
Imágenes de Wikimedia: retrato de Dostoievski por Vasily Perov, Nabokov, Pushkin por Vasily Tropinin, Gógol por Fiódor Moller, Chéjov por Osip Braz y Tolstói.