Tiendo a apuntar las cosas en folios que doblo y pongo en algún lugar en el que estoy convencida que llegado el momento encontraré, aunque eso luego no pasa. Por tanto, no he sido capaz de encontrar la lista original de autoras que había creado cuando por primera vez me planteé leer durante un verano a literatas decimonónicas olvidadas. Recuerdo que no eran muchas y creo que rondaban las cinco, con unos cuantos signos de interrogación para cerrar el listado e indicarme que tenía que encontrar más nombres que resultasen atractivos para leer. Estoy casi segura de que en ese listado no estaba Rosario de Acuña. De hecho, estoy igualmente casi segura de que en este listado no habría entrado Acuña de no haber sido por una casualidad.

Y la casualidad viene en forma de compra del Día del Libro. Entre los muchos libros que me compré ese día – en una clara invitación a la ruina – estaba una edición de El crimen de la calle Fuencarral, de Benito Pérez Galdós, una lectura en mi lista de ‘cosas que tengo que leer’ desde que en la facultad de Periodismo algún profesor había señalado que el principio de la prensa amarilla en España estaba en la cobertura de ese crimen. Los medios, nos había dicho, no tenían mucho que contar porque era verano y se habían lanzado con uñas y dientes a por el drama. He olvidado quién lo contó y en qué clase, pero no que quería leer las crónicas que Galdós había escrito sobre ello. La única edición contemporánea que tenía localizada de esas crónicas es la que compré, una edición en papel de Ediciones 19. La edición recupera las crónicas de Galdós y recupera también un texto escrito por una mujer, Rosario de Acuña, sobre el mismo crimen.

Decidí, porque no sabía muy bien cómo había sido la historia del crimen, saltarme la introducción preliminar del experto (Macrino Fernández Riera) que acompañaba al texto (ya sabéis, esas introducciones son un nido de spoilers) y empezar por el texto de Rosario de Acuña.  Acuña no hace una crónica del asesinato, sino una reflexión sobre los tres investigados principales – o mejor dicho los tres protagonistas principales de la trama – que es interesante pero no tanto – al menos para la lectora actual que busca la crónica periodística – como las crónicas que Pérez Galdós dejó publicadas.

Cuando llegué a la página final del texto de Galdós, el segundo de la edición tras el de Acuña, y con ambos textos leídos quise saber más sobre aquel crimen y sobre el papel de los medios en el tratamiento del mismo, así que volví al principio y a la introducción de Macrino Fernández Riera. Y ahí fue donde me caí por lo que en inglés llaman ‘agujero de conejo’ y que es lo que a tantas nos pasa cuando entramos en la Wikipedia. Claro que lo que me hizo perder un domingo entero (empecé a leer El crimen de la calle Fuencarral con el café de media mañana y acabé de encadenar materiales de lectura y audiovisuales cuando estaba empezando a anochecer) no fue tanto el crimen en sí, sino la historia de la mujer que había escrito la primera de las dos crónicas sobre el tema.

Cuando Rosario de Acuña escribió su texto sobre el crimen de la calle Fuencarral era ya una mujer polémica, una escritora que había pasado de ser la gran señorita prometedora que escribía poesías de la alta sociedad a la que pertenecía a una mujer separada de su marido que se había proclamado librepensadora. Leí la breve biografía que aparece en el apartado que le dedican en Cervantes Virtual (y descubrí ahí que además había tenido una larga y profunda relación con un hombre 17 años menor que ella, lo que la convierte en una todavía más adelantada a su tiempo), vi el documental que en los 90 emitieron sobre ella en La 2 y que ahora está a la carta en la web de RTVE (y que es muy noventero en su estructura, sus recursos y en hasta lo que cuenta de ella…) y me descargué (de forma completamente legal: el link lo podéis encontrar en Cervantes Virtual, que es una página ‘seria’) la biografía – libro de historia del XIX Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato, de Macrino Fernández Riera.

Y así me pasé lo que quedaba de la mañana y la tarde descubriendo la revolucionaria biografía de Rosario de Acuña, una mujer sobre la que mientras leía no paraba de pensar que bien se merecía una serie en Netflix y no sé cuántos telefilmes más.

Una chica de familia bien

Rosario de Acuña nació el 1 de noviembre de 1850 en Madrid, en el seno de una ‘familia bien’, de la que fue hija única. Se suele decir que la escritora era condesa, aunque nunca usaba su título. Fernández Riera pone el dato en cuarentena analizando los recopilatorios de títulos nobiliarios. Lo más probable es que la escritora nunca haya sido noble.

Aunque ella no haya sido condesa, eso no quiere decir que su familia no estuviese dentro de la alta burguesía del período isabelino o al menos muy bien relacionada con ella. Su padre llegaba desde una de las ramas segundonas de una familia noble y su madre era la hija de un médico bien situado. Acuña formaba parte por tanto de un entramado social favorecido.

De hecho, no hay más que ver cómo su familia pudo responder a uno de sus problemas de la infancia para verlo. La futura escritora fue una niña enfermiza (padecería de la vista hasta una operación cuando ya tenía 35 años) y podía permitirse ir a tomar baños de mar o refugiarse en las posesiones en el campo familiares para recuperarse y mejorarse.

Su condición de niña enfermiza hizo que no fuera enviada a estudiar fuera de casa y que sus padres se encargasen directamente de su educación. Su padre, sin ser un revolucionario, era un hombre ilustrado y Rosario de Acuña adquirió conocimientos que otras niñas de su época no consiguieron adquirir. A finales de la década de los 60, la familia se muda a Francia, donde Rosario de Acuña vivirá un tiempo. También pasará unos meses en Roma, viviendo en casa (palacio) de su tío, embajador español ante el Vaticano.

Cuando vuelve a España y la familia se instala a mediados de los 70 en Madrid, Rosario de Acuña es ya una joven mujer, que no solo ha conocido mundo sino que además ha empezado a escribir – y publicar – poesía. Entonces, es una de esas jóvenes acomodadas que están intentando hacerse un hueco como escritoras, aunque aún no será la mujer totalmente revolucionaria, la pionera feminista (aunque aplicar el término feminismo sea usar el lenguaje de ahora) que será más tarde. Aunque eso no quita que con lo que ha hecho hasta ese momento Acuña ya hubiese debido aparecer en listas de escritoras del XIX.

Pero volvamos a Madrid: la escritora se convertirá en un éxito literario gracias a su primera obra de teatro. Rosario de Acuña se inspira en una historia real para crear Rienzi el tribuno, una obra de teatro que se estrena en el Teatro del Circo, en Madrid, en enero de 1875 con mucho éxito de público y de crítica. Era la primera vez en 20 años que una obra firmada por una mujer se representaba en uno de los teatros principales de la ciudad. Acuña no había firmado la obra, pero ante la insistencia del público durante el estreno sale al escenario a ser ovacionada y asumir su autoría. Como apuntan en el documental que hace ya muchos años le dedicaron en La 2, un literato señaló entonces que era “una mujer muy poco femenina” a lo que otro le repuso que en absoluto. ¡Si estaba a punto de casarse!

Casarse la ponía seguramente a ojos de ese interlocutor lo suficientemente cerca de la idea del ángel del hogar imperante en ese momento como para no parecer una mujer peligrosa.

Un matrimonio no bien avenido

Rosario de Acuña se casó porque se había enamorado (o al menos eso es lo que apuntan en todas las fuentes). El elegido era Rafael de la Iglesia y Auset, un joven militar de familia también bien posicionada en la alta burguesía de la época. Casarse con él era lo que se podría esperar de la época, pero también era – teniendo en cuenta la época – una decisión mucho más compleja que lo que puede parecer. Era casi como un salto de fe.

Las leyes que regían la vida privada en el siglo XIX en España eran muy duras para las mujeres, pero especialmente para las mujeres casadas (sobre las dinámicas familiares en la España de la Restauración, la mejor lectura que conozco es, sin duda, Sangre, amor e interés: la familia en la España de la Restauración, de Pilar Muñoz López). Una mujer casada era a ojos de la ley casi como un niño: cuando se casaba, su marido debía comprometerse a protegerla y ella debía asumir obediencia. Una mujer casada no podía ni siquiera disponer de sus bienes, como recuerda por su parte en el libro sobre Rosario de Acuña Fernández Riera.

¿Se conocerían suficientemente bien en este caso los recién casados? Fernández Riera señala que tuvieron que estar separados varias veces antes del matrimonio (1875) por los datos biográficos que se tienen de ambos. Además, no es difícil imaginar que el contacto entre ambos estaría limitado a los eventos sociales en los que se movían.

Sea como sea, tras casarse el matrimonio se fue a Zaragoza, a donde habían destinado al marido. Acabarían volviendo a Madrid e instalándose en Pinto, entonces una zona rural cerca de Madrid y bien comunicada por tren que cumplía con lo que Acuña buscaba. Entonces, la escritora ya empezaba a mostrar un alto interés por la naturaleza y a considerar que vivir en el campo era lo más recomendable en términos de calidad de vida. El tiempo en común en Pinto era además una suerte de última oportunidad para enmendar un matrimonio que hacía aguas y que acabaría fracasando por completo en 1883. Rosario de Acuña – posiblemente tras descubrir que su marido le era infiel – se separó de Rafael de la Iglesia y empezó una nueva – y escandalosa, por tanto – vida como mujer separada.

Rompiendo convención tras convención

Y es aquí posiblemente cuando para quien lee esta historia desde el siglo XXI la biografía de Rosario de Acuña empieza a convertirse en mucho más interesante. Porque la autora no es solo es una escritora del XIX, sino que además es una mujer que rompió con muchísimas convenciones. En la época en la que Rosario de Acuña se estaba separando de su marido, falleció su padre, al que estaba muy unida. La muerte de su padre la sumió en un proceso del que solo la sacó, según explicaba ella luego, la lectura accidental de un periódico, Los Dominicales del Libre Pensamiento, un semanario de reciente creación y de filosofía librepensadora.  En 1884, Rosario de Acuña publica en ese semanario una carta declarándose librepensadora. Es el punto de no retorno en sus relaciones con la alta sociedad de la que había salido y el comienzo de una carrera como autora laicista, republicana, defensora de los derechos de la mujer (aunque esto no es exactamente una novedad: antes ya iba en esta línea) o de la clase obrera, de la que ya no se separará hasta su muerte.

Ser una mujer que escribe estas cosas y en ese momento y que adopta estas posiciones de una forma tan pública no era en absoluto fácil. La vida de Rosario de Acuña estará llena, por tanto, de escándalos, de problemas, de futuros problemas económicos y de exilios interiores y exteriores.

El siguiente punto de no retorno, el siguiente gran escándalo de la vida de Rosario de Acuña, estará marcado por una obra de teatro. Se titula El padre Juan y para el lector actual es una lectura muy fácil de encontrar. Se puede descargar gratis sin mucho problema. En Amazon, por ejemplo, es uno de esos ebooks Kindle de dominio público que salen a cero euros. Por supuesto, cuando vi que en todos los textos sobre la escritora se mencionaba la obra y se la mencionaba como la protagonista de uno de los grandes escándalos de la vida de la escritora, me lancé rápida a buscarla y a leerla. La trama es muy dramática (como te esperas a veces de las obras del XIX) y para los ojos actuales un tanto simple (hay malos y buenos y la división está muy clara) y con toques folletinescos (¡hijos secretos!). Para finales del siglo XIX en España, sin embargo, la historia era como si la hubiesen cargado con pólvora.

La obra de teatro cuenta en tres actos la historia de Ramón de Monforte, un joven rico en un pueblo de Asturias. Es el heredero de la fortuna más grande de la comarca y se va a casar con Isabel, la heredera del señor de familia más antigua y linajuda de la zona. Ramón tiene grandes planes para su fortuna, que usará para crear un pueblo modelo y para traer los nuevos tiempos al pueblo, incluido un balneario en las aguas que los habitantes del lugar creen que pertenecen a una santa. Desde el minuto uno se masca la tragedia. Los habitantes – empujados por la influencia del padre Juan, el cura del lugar – están totalmente en contra de la idea y en contra de Ramón. Ramón muere, por supuesto, como un mártir de los principios de la modernidad (y lo de mártir no lo digo yo, lo dice Isabel, la prometida, en la escena final) y, en un melodramático giro de trama, descubrimos que su padre biológico no es ni más ni menos que el ‘malo’, el padre Juan.

Ningún teatro quiso representar la obra y ninguna compañía se atrevió a llevarla a escena. Rosario de Acuña lo hizo ella misma, destinando parte de su fortuna personal a crear su propia compañía y a alquilar un teatro. La primera sesión fue un éxito de público… y un escándalo. El gobernador prohibió cualquier futura representación de la obra, haciendo que Rosario de Acuña perdiera mucho dinero.

Tras el escándalo, acabaría dejando Madrid con su madre para irse a vivir al norte de España. Estuvo en Galicia, recuperándose de una crisis de malaria. Estaba decidida a quedarse en Galicia (en algún lugar de la costa de Pontevedra) pero no lo hizo por razones que se desconocen. Al final acabaría en Cantabria, donde creará una granja avícola ultramoderna que le permitirá ganar premios agrícolas pero también le dará muchos disgustos. La granja tuvo que cambiar tres veces de ubicación. En una ocasión fue porque le robaban las gallinas, en otra porque la dueña de la casa y de las tierras en las que estaba no quiso tenerla más viviendo allí cuando descubrió que había alquilado su casa a una hereje.

Por supuesto, durante este tiempo no dejó de escribir. Su rutina de trabajo de principios del siglo XX así lo muestra. Acuña la dejó por escrito y en su listado se guarda unas cuantas horas para escribir, tanto a nivel personal – como cartas – como a nivel profesional.

 

Tras el último problema en la última posición de la granja avícola, decidió tirar la toalla y empezara a vivir solo de la pensión de viudedad que tenía. Su marido se había muerto a principios del siglo XX y dado que legalmente seguían casados había tenido derecho a una pensión de viudedad del ejército. Buscó un lugar cerca del mar que le permitiese vivir frente al mismo y lo encontró en un promontorio en Gijón, donde se construirá una casa y donde se instalará ya ahora – y con una interrupción – hasta su muerte. En Gijón vive con quien la prensa suele llamar ‘su sobrino’, aunque en realidad no lo es tal. Era su pareja, el hombre con el que vivió hasta su muerte, aunque no llegaron a casarse nunca (lo que dice mucho sobre cómo era esta escritora).

Carlos de Lamo era un estudiante de Derecho de 19 años en 1888, cuando conoce a Rosario de Acuña, entonces ya una escritora famosa – y polémica – bien entrada en la treintena. Empezaron una relación de amistad, pero que se acabaría convirtiendo en algo más. ¿Cuándo empezaron a vivir juntos? No lo he encontrado de forma clara en las fuentes que he consultado, aunque es probable que a principios de los 90 (y antes del estallido de la crisis de El padre Juan) escalasen juntos una de las cumbres de los Picos de Europa (esa en la que Acuña se quedó a dormir en la cumbre). Los textos biográficos especulan sobre el tema, dándolo por hecho. Leyendo la dedicatoria que acompaña a El padre Juan parece bastante obvio. Rosario de Acuña habla en ella de su compañero. De Lamo acabará la carrera de Derecho en los primeros años de la década de los 90 y cuando Acuña hacia el norte se irá con ella (o eso es lo que puedo concluir de la lectura). En Gijón está claro que viven juntos.

¿Intenta en Gijón Rosario de Acuña llevar un perfil más bajo? En teoría, eso es lo que busca (y eso es lo que las fuentes indican que quiere hacer). En realidad, seguirá siendo la misma escritora combativa y comprometida, lo que le valdrá un par de años de exilio en Portugal.

Y la razón sola de por qué se tuvo que exiliar en Portugal ya deja claro que fue una de las grandes abuelas del feminismo en España: en 1911, un grupo de estudiantes universitarios insultó a un grupo de estudiantes universitarias. Acuña publicó una carta crítica en defensa de las mujeres universitarias agraviadas. Los estudiantes (los hombres) se lo tomaron a mal, el tema se convirtió en una escalada con manifestaciones, protestas, disturbios y acusaciones y Rosario de Acuña – ante semejante percal – se fue a Portugal. Mientras estaba en el país vecino, fue acusada de injurias por la Fiscalía de Barcelona (a instancias del gobierno), fue juzgada en ausencia y fue condenada. La escritora se quedó en Portugal hasta que la condena fue levantada dos años después con un indulto.

Tras su exilio volvió a Gijón, donde morirá en 1923 y donde será enterrada en el cementerio civil sin ceremonia religiosa como ella misma había pedido en 1907 en un artículo en prensa en el que declaraba que había roto con la iglesia católica (lo cual no es una decisión tan simple como pueda parecer: tuvo que ver como la tachaban de bruja e incluso como se publicaban panfletos contra su persona en los años posteriores para distribuirlos por la ciudad en la que vivía).

Y lo mejor de toda esta historia es que es solo un resumen de lo que he logrado descubrir en una tarde de lecturas y visionados sobre Rosario de Acuña. En realidad, su existencia es incluso más completa y está llena de muchas más historias y muchos más hitos, como que fue – por ejemplo – el que fuese una pionera del senderismo o del montañismo (llegó a dormir en una cumbre de los Picos de Asturias) y que durante un tiempo todos los años se recorría – acompañada solo por uno de los trabajadores de su casa de Pinto – andando y a caballo España. Es una historia a la espera de una biografía monumental. Mis euros ya están más que listos para comprarla.

*Este artículo forma parte del plan de lectura de escritoras del XIX españolas. Más sobre el plan, aquí 

Libro leído para el plan de lectura: El crimen de la calle Fuencarral (Ediciones 19)