‘La casa de los encuentros
‘ es un libro duro, cruel, lleno de cinismo, como suelen serlo los libros de Martin Amis. Y aún así, lo recomiendo, porque tiene una fuerza, una tristeza que sobrepasa la habitual falsedad de los narradores de Amis. La historia cuenta un clásico triángulo amoroso entre ese narrador, brusco, endurecido, su hermano Lev, débil, frágil, y Zoya, quien acaba eligiendo al segundo para total incomprensión del primero. Pero esto ocurre en la Rusia estalinista, en un gulag en el que los dos hermanos coinciden: una atmósfera opresiva, sucia, fría, que le deja a uno sin mucha fe en el ser humano, y que recrea el narrador desde el presente, en una especie de misiva explicativa para su hija.
«Y fue entonces cuando me di cuenta de que, en el bolsillo del pesado fardo que sostenía en los brazos (la ropa de Lev), estaba la carta… Después de cuatro años de guerra y casi siete en el campo, mi integridad -pensarían quizás algunos- había soportado cierta tensión. Violador sólo en tiempo de guerra (o eso parecía entonces), ejecutor a sangre fría (aunque también tumefacto), pretendía -siempre que pensaba en ello- volver a ser la clase de hombre que había sido en 1941. Y ahora, por supuesto, lloro al pensar que creía que tal cosa era posible. La clase de hombre que llamó la atención de un librero sobre el hecho de que le había cobrado de menos; la clase de hombre que cedía el asiento a los ancianos y enfermos; la clase de hombre que jamás leería primero la última página de una novela, sino que llegaría a ella por medios honrados; y así sucesivamente. Pero allí estaba la carta de Zoya y la cogí.
Existen razones utilitarias y egoístas para portarse bien, descubrimos al cabo. Pasé muy malos tiempos en el campo, no hay duda, pero aquellos cinco minutos, bajo los vahos parduzcos de las duchas, me engendraron medio siglo de dolor…»