Los milagros de la vidaStefan Zweig es uno de los escritores más importantes de comienzos de siglo y uno de esos autores fascinantes del período de Entreguerras que hay que leer (no hay discusión posible, al menos hay que leerse un libro suyo). Tiene ensayos, tiene novelas (ya os hemos hablado anteriormente de La impaciencia del corazón) o novelas cortas. En Europa fue siempre un escritor muy leído y traducido, aunque el estreno este invierno de El gran hotel Budapest lo ha puesto de moda (nuevamente) a nivel global. El gran hotel Budapest debe mucho a Zweig, como confesaba su director, Wes Anderson, en las entrevistas (y como ha añadido en los títulos de crédito) y ha impulsado que los lectores busquen y se acerquen al escritor.

Hoy, en el libro de la semana, os damos los primeros párrafos de lo último que hemos leído de Stefan Zweig en la redacción de Librópatas, Los milagros de la vida, editado por Acantilado, una novela corta sobre la confusión de los sentimientos (¡cómo no!) y la intolerancia religiosa.

«El gris pendón de niebla se cernía, pesado, sobre Amberes, envolviendo por completo la ciudad en su capa densa y opresiva. Las casas rezumaban un fino vaho, y las calles conducían hacia lo incierto, aunque por ellas circulaba, como desciende la palabra de Dios desde las nubes, un tañido estruendoso y el zumbido de un clamor, pues las torres de la iglesia, desde las que las campanas se lamentaban orando con voz ahogada, estaban sumidas en aquel gran mar de niebla indómito que llenaba tanto la ciudad como el campo y que más allá, en el puerto, ceñía el oleaje ligeramente encrespado del océano. Aquí y allá un débil rayo de luz luchaba con la vaporosa humedad y trataba de iluminar un deslumbrante letrero. Solo el bullicio, que se perdía a lo lejos, y las risas surgidas de ásperos gaznates delataban la taberna en la que se habían reunido los que tenían frío y los que se sentían incómodos con aquel temporal. Las calles estaban vacías, y cuando alguna silueta pasaba por ellas, se trataba tan sólo de una línea fugaz, que rápidamente se deshacía en la niebla. Aquella era una mañana de domingo desconsolada y exhausta.

Tan sólo las campanas llamaban y llamaban sin interrupción, como desesperadas porque la niebla ahogaba su grito. Y es que los devotos eran escasos. La herejía extranjera había arraigado en el país, y quien no había renegado se había vuelto más indolente y decaído en el servicio al Señor, de modo que bastaba un banco de niebla matinal para que muchos se distanciaran de su deber. Unas cuantas ancianas arrugadas, que susurraban sus rosarios con aplicación, gente pobre vestida con sus modestos trajes de domingo, se encontraban como perdidas en el interior del profundo y oscuro recinto sagrado, desde el que refulgían la brillante casulla, como una llama suave y delicada, y el oro resplandeciente de los altares y las capillas. La niebla parecía filtrarse a través de los altos muros, pues también aquí se había instalado el ánimo triste y frío que reinaba en las calles abandonadas, inmersas en la bruma».