El punto de partida de esta historia real ya serviría como garantía para que décadas después la convirtiesen en un libro, uno de esos ensayos sobre personas interesantes y sobre pioneras en la lucha por los derechos de la mujer que resultan tan interesantes.
Louisa Garrett Anderson era una de las hijas de la primera mujer que logró que las autoridades médicas británicas reconociesen su título en Medicina y que pudo ejercer como doctora en el país. Como su madre, Anderson también estudió Medicina y también trabajó en ese campo. A diferencia de su madre, no quiso centrarse en el tipo de trabajo médico que se consideraba adecuado para una mujer (ginecología o pediatría) y se convirtió en cirujana. Fue pionera en ese campo, como lo fue la mujer con la que compartiría tanto su trayectoria profesional como su vida, Flora Murray, que era anestesista. Ambas eran, antes del estallido de la I Guerra Mundial, pioneras en sus campos, feministas comprometidas y activistas por el sufragio femenino.
Pero entones estalló la I Guerra Mundial y la historia de Louisa Garrett Anderson y Flora Murray empezó un nuevo capítulo, otro más que no solo es clave en su historia como profesionales de la medicina sino también en la de la lucha por los derechos de la mujer y por demostrar las capacidades de las profesionales (especialmente en aquellos campos que habían dominado históricamente los hombres).
Anderson y Murray acabarían en el frente de batalla, responsables de un hospital de guerra (o, mejor dicho, de varios hospitales de guerra) que sería referencia del buen trabajo y de los buenos resultados. Lo harían con un personal mayoritariamente femenino (lo era en su totalidad en los puestos claves, como el cuerpo médico y el de enfermeras, los hombres eran una minoría que ocupaba algunos puestos de celadores), a pesar de que, por supuesto, cuando estalló la guerra las autoridades militares no querían tener nada que ver con ellas.
La historia de ese hospital, el trabajo de Anderson y Murray y el papel que jugaron en él las diferentes mujeres –profesionales de la medicina o voluntarias que se alistaron en medio de la guerra– es la base de No Man’s Land, de Wendy Moore, publicado por Perseus Books. El libro apareció en abril, pero la historia de estas mujeres no debe quedarse difuminada por culpa de la pandemia y perdida entre las novedades que salieron en un momento complicado y no tuvieron oportunidad de brillar.
Cuando estalló la guerra, Anderson y Murray, como escribe Moore, “sabían que la guerra con Alemania suponía una amenaza terrorífica para Gran Bretaña, pero también que ofrecía una oportunidad única en la vida para las mujeres”. Aunque desde que la madre de Louisa Garrett Anderson, Elizabeth, había logrado que confirmasen su título y ejercer como médica habían cambiado las cosas, la posición de las mujeres en la profesión médica seguía siendo poco positiva. Existían muchas más mujeres doctoras, pero todavía las principales universidades seguían rechazándolas como estudiantes.
También tenían problemas para acceder a puestos médicos. Los hospitales seguían dando prioridad a los hombres o directamente negándoles la entrada a las doctoras. A las mujeres, además, se las confinaba en áreas que eran consideradas “femeninas”. Por ello, las doctoras acababan siendo sobre todo ginecólogas o especialistas en niños, por mucho que lo fuesen en múltiples áreas.
Incluso cuando tenían formaciones y capacidades equivalentes a las de sus homólogos hombres en áreas que ellos dominaban, no tenían más remedio que acabar trabajando con mujeres y niños si querían trabajar. Anderson, cirujana, y Murray, anestesista, lo hacían en hospitales para mujeres y niños.
Lo que cambió la guerra
La guerra cambió todo eso. No en un primer momento, pero sí a medida que el avance del conflicto hacía imposible que los médicos cubriesen todas las necesidades tanto de la población general como de la población militar. Cuando en un primer momento las profesionales médicas británicas decidieron sumarse al esfuerzo bélico y ofrecerse como profesionales al cuerpo sanitario militar, fueron desdeñadas.
En ese contexto, Anderson y Murray decidieron ofrecer, saltándose al ejército británico, sus servicios a la Embajada francesa (Francia era el campo de batalla, al fin y al cabo). No lograron mucho, pero tampoco les cerraron la puerta del todo. Simplemente las mandaron a hablar con la Cruz Roja. Y la Cruz Roja les dio dos semanas para organizarse y conseguir fondos (que lograron gracias a su entorno de amigos y familia y a la capacidad de recolección de fondos de las sufragistas) para montar un hospital de campaña.
Lo hicieron en ese mismo verano de 1914, partiendo a Francia con su equipo de mujeres, vestidas con un elegante uniforme que Anderson y Murray diseñaron pensando no solo en que fuera cómodo para el trabajo sino también que las dotase de un cierto aire militar. La ropa funcionaba como una carta de presentación y como una vía para lograr se respetadas (y en París era considerado muy chic, lo que les acabó abriendo puertas).
“Murray y Anderson vestían bandas sufragistas moradas, blancas y verde en el frente de sus túnicas con orgullo”, añade además la biógrafa. De hecho, sus conexiones con el movimiento hacían que fuese conocido como el hospital de las sufragistas.
El equipo de estas dos mujeres organizó rápidamente un hospital en un hotel de París, que empezó a recibir heridos del frente. Cuando las líneas de batalla cambiaron, el hospital se movió para estar mucho más pegado a los campos de batalla y lograr así ser más eficiente. Su trabajo en esos primeros meses en París y en los campos de batalla franceses acabaría cambiando su destino durante los años de la guerra.
Un hospital modelo
En el medio del caos de la guerra, el hospital de las sufragistas funcionaba de forma eficiente y efectiva, incluso aunque en un primer momento ninguna de ellas estaba preparada para lo que se les venía encima (pero como explica Moore tampoco lo estaba el cuerpo sanitario del ejército británico). En su primera operación con un soldado recién llegado del frente, “las dos mujeres sabían que el fracaso no era una opción”, escribe la historiadora. “Esa noche era una prueba crítica, no solo sobre ellas mismas sino de todas las mujeres doctoras”. Anderson acabaría operando ese verano durante horas, llegando en algunas jornadas a las 15 horas y no bajando de una media de 7 a 8 diarias.
Como ocurría con los demás hospitales, estaban expuestas a recibir visitas de inspección que controlaban cómo trabajaban y qué hacían. La primera de esas inspecciones cambiaría la suerte del hospital de las sufragistas.
Su trabajo fue inspeccionado por el responsable del cuerpo médico británico, que llegó hasta ellas (como podría ser el giro de trama de una película) esperando lo peor y salió convertido en un defensor del trabajo médico de estas profesionales. La visita lo dejó convencido de que el hospital de las sufragistas era “un hospital militar modelo y sus mujeres doctoras iguales a cualquier médico hombre”. De hecho, después de pasar por los dos hospitales que estas mujeres montaron en Francia, les ofrecieron hacerse cargo de uno de los hospitales militares que se estaban montando en Londres. Y, aunque ellas no eran las únicas mujeres trabajando en el campo sanitario durante la I Guerra Mundial, sí se convirtieron en “las primeras mujeres doctoras en ser formalmente autorizadas a gestionar un hospital militar en la armada británica”.
Su hospital en Endell Street, en la capital británica, se convertiría en un choque cultural para los soldados, que llegaban a un espacio en el que mandaban las mujeres y en el que todo lo hacían ellas, pero que también servía para familiarizarlos con el trabajo femenino y para verlas como expertas. Para las mujeres que trabajaban allí, el hospital ofrecía oportunidades insólitas en trabajo, investigación y avance de la carrera profesional, al menos durante los años que duró la guerra y los momentos posteriores (el hospital siguió operando un poco más allá y sirvió incluso durante la epidemia de gripe).
Las mujeres del hospital de las sufragistas demostraron la capacidad de las profesionales y fueron una prueba empírica contra los clichés de su tiempo. Las mujeres que trabajaban allí eran plenamente conscientes de ello. No solo tenían que hacer un trabajo clave, sino que debían demostrar que eran buenas en ello porque no se las juzgaría únicamente a ellas como trabajadoras sino que sus acciones se verían como un ejemplo de cómo eran las mujeres como profesionales sanitarias.
Además, durante la guerra, se necesitó aumentar el cuerpo médico, para cubrir no solo lo que ocurría en el frente (a donde se mandó a los hombres doctores) sino también lo que pasaba en la retaguardia (para donde no había profesionales suficientes), por lo que se alentó la entrada de las mujeres en el cuerpo sanitario. Ser médica se presentaba como una opción de trabajo perfecta para las mujeres (sí, a pesar de todo lo que se decía antes de la guerra) y el hospital de las sufragistas era el ejemplo perfecto que empleaban los medios para mostrarlo.
Lo que pasó tras la guerra
Cuando acabó la guerra, eso sí, el papel de estas mujeres, como las de todas las profesionales que trabajaron durante la guerra, se convirtió en problemático para el establishment. “No solo fueron las mujeres castigadas por robar los trabajos de los hombres, sino que también sus contribuciones durante el tiempo de guerra fueron infravaloradas y trivializadas”, explica Moore en su libro. “En el impulso por borrar los peores recuerdos de la guerra, los hombres querían que las mujeres volviesen a sus roles domésticos previos a la guerra y a su comportamiento sumiso”, añade.
Del todo no lo lograron. Los años 20 fueron años de liberación y emancipación de la mujer y supusieron una oleada de libertad y cambios sociales a muchos niveles y de un modo bastante general en Europa.
Pero, por mucho que no se cumplieran exactamente sus objetivos, el día después estuvo lejos de ser perfecto. Estas doctoras, enfermeras y trabajadoras que hicieron tanto en tiempos de guerra tuvieron que contentarse, en general, con las migajas del trabajo sanitario en los tiempos de paz, cuando no directamente acabaron casándose y dejando el trabajo (lo que se esperaba de ellas con los códigos tradicionales) o vieron como las escuelas médicas que habían abierto sus puertas a las mujeres durante los años de guerra las cerraban nuevamente para centrarse solo en los hombres. “No es sorprendente que muchas mujeres sanitarias mirasen atrás a sus servicios de tiempos de guerra como el momento más feliz de sus vidas”, apunta Moore.
Y, por supuesto, aunque no lograsen del todo mandarlas de vuelta a las posiciones que ocupaban antes de la guerra, el mundo post-I Guerra Mundial sí difuminó su memoria. Las convirtió en notas al pie o en personajes ni siquiera secundarios sino más bien de los que hacen bulto en la historia de lo que pasó durante esos años. No hay más que pensar en todas esas películas heroicas sobre la guerra y el papel que tienen las mujeres en ellas.
Fotografía | Mujeres trabajando en el hospital londinense, colección London School of Economics (vía)