Entre los años 40 y 50, los policías de los cuerpos policiales de los diferentes estados de EEUU podían recibir una invitación a un curso especial. Lo organizaba Frances Glessner Lee, una mujer de cierta edad que había dedicado sus últimos años y una parte importante de su fortuna a la criminología, y que los citaba en la Universidad de Harvard. Allí participaban en charlas y conferencias sobre los últimos avances en la ciencia forense, eran invitados a una cena de gala que la propia Lee organizaba (y que iba mucho más allá del lujo y las comodidades a las que estaban acostumbrados y con lo que Lee esperaba que se tomasen en serio y apreciasen el curso) y aprendían cosas que muchas veces estaban muy lejos de la formación que habían recibido cuando se formaban como policías. Ah, y por supuesto, jugaban con muñecas.

Una de las sesiones finales del curso los llevaba a una sala, en la que les esperaban diferentes casas de muñecas. A oscuras, solo con la luz que inauguraba cada una de las casas, tenían que ver lo que cada casa mostraba. Porque aquellas casas de muñecas eran cuidados escenarios del crimen (que las únicas luces fuesen las de las propias casas tenía una explicación: obligaba a centrarse en lo que estaban viendo de un modo concreto), que Lee había diseñado de un modo minucioso y que un artesano carpintero había creado para ella.

La idea de los policías a los que una señora bien ponía a jugar con muñecas resulta fascinante. Cuando los medios acabaron descubriendo que esto sucedía, ya en los años 50, las casas de muñecas protagonizaron noticias y fotos en los medios estadounidenses. Frances Glessner Lee quedó convertida, para siempre jamás, en la señora rica que había creado unas inquietantes casas de muñecas sobre crímenes atroces. La verdad es mucho más compleja, no solo en quién era Frances Glessner Lee sino también en qué eran realmente aquellas casas de muñecas. Y ambos temas son tratados en 18 Tiny Deaths, de Bruce Goldfarb (Sourcebooks), que acaba de ser publicado en Estados Unidos.

De hecho, toda la historia –y cómo se ha narrado– tiene mucho de misoginia, desdén del trabajo femenino, clichés sobre lo que es la ciencia y prejuicios de clase. Sobre este último tema, resulta muy interesante ver como la Universidad de Harvard, que acogía las clases, las eliminó una vez que Lee falleció (y desapareció la amenaza de perder su potencial herencia) y cómo impidió que invitase a policías locales a los cursos. Los policías estatales implicaban ya demasiado condescender en la escala social…

La vida de Frances Glessner Lee empezó entre el lujo y el oropel en el Chicago de la que los estadounidenses llaman su Gilded Age, la edad dorada, su Belle Époque. El padre, John Jacob Glessner, se hizo prodigiosamente rico. La familia vivía en una mansión en la calle más importante de la ciudad (que sigue existiendo aún ahora y es un museo) y lo hacía con todo lujo de comodidades. La pequeña Frances recibió una educación esmerada, exactamente igual a la de su hermano (que era un niño enfermizo y se educó en casa).

Solo se separaron sus caminos educativos cuando él fue a Harvard, aunque si Frances Glessner Lee no fue a la universidad no fue, como señala su biógrafo, porque no pudo. Posiblemente, especula, no lo hizo porque ella quería ir a Harvard, como la tradición imponía en su familia, y Harvard no aceptaba mujeres. Así que siguió el camino más tradicional para las mujeres de esa época. Se casó con un prometedor abogado (de ahí viene el Lee de su apellido), tuvo varios hijos y siguió una vida social. Lo que hizo, no tan común, fue separarse primero y divorciarse después de su marido.

Los intereses de Frances Glessner Lee fueron múltiples y tuvo un cierto temperamento artístico. A su madre, melómana entusiasta, le llegó a regalar una recreación de su orquesta favorita en tamaño de casa de muñecas, una obra impresionante que ella había dirigido y creado y que era una miniaturización perfecta de los músicos reales. Su interés por la medicina estuvo presente desde su juventud, pero por la criminología empezó ya cuando era una mujer de mediana edad. Uno de los amigos de su hermano era forense y fue su primera llave para acercarse al tema.

A Lee no solo le interesaba el aspecto científico, sino también sus aplicaciones en la sociedad. El sistema judicial estadounidense funcionaba con un doble método (que sigue existiendo). Algunos partidos judiciales contaban con médicos forenses y otros, la mayoría, con “coroners”, algo difícil de traducir al castellano. También trabajan determinando la causa de una muerte (¿asesinato? ¿natural?) pero no son médicos forenses. Ni siquiera deben tener una formación asociada: los eligen por votación o son asignados como tales.

Por tanto, muchos de ellos cometían más errores que buenas prácticas. Lee quería dar a conocer el formato de la medicina forense europea, que entonces era la más avanzada, y formar no solo a médicos (para lo que básicamente sostuvo con sus ingresos durante décadas un instituto de medicina legal en Harvard y creó una biblioteca), sino también lograr que los cuerpos policiales y sus profesionales tuviesen esos conocimientos.

Para ese último grupo es para el que creó durante los años 40 (y a pesar de todas las restricciones de materiales durante la II Guerra Mundial) las casas de muñecas. Las casas de muñecas eran representaciones tan realistas y a escala de crímenes como lo habían sido sus miniaturas de músicos.

De hecho, por ello, fueron un trabajo muy difícil, porque necesitaba hacer que fuesen realistas (y las casas de muñecas no suelen ser casas de clase media o clase baja o espacios degradados por la violencia…) y tuvo que hacer todo prácticamente de cero. La casa de muñecas presentaba a los participantes en los cursos una escena de crimen congelada en el tiempo, lo que les permitía enseñar a ver, a filtrar la información. Eran herramientas educativas de más alto nivel, a pesar de su llamativa proveniencia. Lee había sido capaz de tomar algo que conocía y una suerte de arte menor y de aplicarlo para un fin completamente distinto.

Lo hizo, además, como deja claro la biografía, con una voluntad de ir más allá, de formar y de aportar al bien común. Lee era más importante de lo que la cobertura de los medios de entonces hacía ver (ella quería que la protagonista de la historia fuese la nueva medicina legal y no ella, lo que hacía que se eclipsase en la historia) y, sobre todo, una experta. No era una señora aburrida con dinero que hacía casas de muñecas para entretenerse. Era una mujer que sabía de qué estaba hablando y que supo ver una oportunidad para propagar conocimientos.

En la Universidad de Harvard, en la que había logrado crear un departamento a golpe de talonario, le dejaron hacer durante décadas porque esperaban llevarse un pellizco de su herencia. A la universidad, sin embargo, la medicina legal no le parecía de relumbrón y no creía que aportase caché académico (uno de sus premios Nobel se llegó a quejar de que ofreciesen en sus instalaciones –porque organizar y pagar lo hacía todo Lee– un curso para policías, que no era algo digno de ellos). Lee lo sabía y mantuvo en sus últimos años guerras abiertas con la universidad. Cuando ella murió, hicieron desaparecer el departamento y lo integraron con el de medicina. Pero Lee fue más lista. En su testamento, además de advertir a los representantes de su fundación de los tejemanejes que harían, no les dejó, al final, ni un solo centavo.

Foto de Lorie Shaull, vía Wikipedia, y compartida CC BY-SA 4.0