Jonathan Franzen es uno de esos escritores modernos que todo lector moderno debe leer. Suele estar dentro de las listas de libros que leeremos dentro de 100 años y también dentro de las autores o libros más odiados. E igualmente suele despertar pasiones encontradas y protagonizar alguna que otra polémica. Por supuesto, y como suele ocurrir con estos autores que despiertan tanto interés, los lectores queremos saberlo todo sobre ellos, especialmente cómo trabajan.
En el caso de Franzen, el escritor tiene (o tuvo) rutinas de trabajo a lo Balzac (ya os contamos alguna vez que Balzac era de esos escritores que se sentaban a escribir y no paraban durante horas y horas), o por así decirlo una fórmula de trabajo obsesiva. Como cuenta Mason Currey en Rituales cotidianos, editado por Turner (y que reconocemos que es uno de los libros favoritos de la redacción de Librópatas), Franzen escribió su primera novela siguiendo uno de esos patrones de trabajo que resultan un tanto agobiantes.
Franzen se había casado con su novia al salir de la universidad y, como los aspiraban a ser novelistas, decidieron lanzarse en serio a ello. Alquilaron un piso barato a las afueras de Boston, almacenaron arroz y pollo congelado y se limitaron los gastos (solo podían comer fuera una vez al año) para poder vivir de sus ahorros y centrarse en escribir todo el año. Escribían ocho horas al día y luego leían cuatro o cinco (entre el maratón de escritura y el de lectura paraban para cenar, asumimos que pollo con arroz). El sistema les funcionó, al menos a Franzen. Sus dos primeras novelas tuvieron críticas positivas y él se convirtió en el escritor que hoy conocemos. A la novia no le fue tan bien y a pesar del sacrificio no consiguió que le publicasen su primera novela y no logró terminar la segunda.
Y, por cierto, vivir para leer y escribir y alimentarse de arroz y pollo no es bueno para la vida amorosa. Se divorciaron.
El escritor no se ha vuelto menos obsesivo en sus horarios de trabajo con el paso del tiempo y Currey nos cuenta que para escribir Las correcciones también se sometió a un régimen de trabajo excesivo (el propio Franzen reconoció que se odiaba a sí mismo todo el tiempo mientras escribía). Trabajó durante 4 años en el libro y para hacerlo se encerraba en su estudio de Harlem, en Nueva York, con las persianas bajadas y las luces apagadas, con tapones en los oídos y orejeras y ¡¡los ojos vendados!! Estaba delante del teclado de su ordenador y escribía (lo de los ojos vendados nos parece un tanto extremo). Los viernes se ponía a ver lo que había escrito entre semana y puliéndolo, hasta que a las cuatro de la tarde aceptaba que era malo y durante la hora siguiente se emborrachaba con chupitos de vodka.
Foto Jonathan Franzen
Esto huele a paja barata.