Entre finales de 2016 y principios de 2017, trabajamos en la idea de un libro sobre escritoras olvidadas o poco conocidas a nivel mainstream. La idea se quedó en nada, pero algunos de los archivos de los capítulos preparados llevan durmiendo en el escritorio del ordenador durante demasiado tiempo. Cada lunes, durante unas cuantas semanas, iremos publicando estos capítulos. En la etiqueta Escritoras olvidadas se podrá acceder a todos ellos y a otros artículos que publicamos previamente en Librópatas sobre escritoras perdidas en el medio de la historia.
Además, hemos lanzado una cuenta en Instagram dedicada únicamente a recuperar perfiles de escritoras en la historia. Podéis encontrarla aquí.
Emilia Carrington se ha casado con el duque de Pindar en lo que ella consideraba que sería un matrimonio de conveniencia y de duración determinada, pero que el duque espera que sea para siempre. En una conversación en la cena familiar en la que están presentes el duque, la propia Emilia y el tío del duque, sir Chuffy, un lector entregado de novelas, Emilia desvela que tiene un alter ego, Lucibella Delicosa, autora de novelas con heroínas que atraviesan terribles pruebas (Peligro Mortal, en mayúsculas, como la misma autora apunta) y que acaban encontrando el amor. Sir Chuffy, el lector de novelas, se muestra entusiasmado y asegura que su nueva sobrina política es un tesoro nacional. La escritora lo usa como un as en la manga, algo que hará que el duque deba terminar el matrimonio. Al fin y al cabo, las escritoras tienen una reputación y cuando alguien ate cabos y descubra que la nueva duquesa y Lucibella son la misma persona estallará el escándalo. El duque no acaba de verlo así y deja claro que a él no le importa. La reluctante duquesa refuta que sus libros son “depravados” y que los lectores y la sociedad ven a las autoras más o menos de la misma manera. Al duque, por supuesto (ambos son personajes de una novela), sigue sin parecerle relevante.
La escritora casada con el duque no es una mujer real, sino la protagonista de una de las últimas novelas de Eloisa James, una de las autoras más populares hoy en día de novela romántica histórica del tipo ‘Regencia’ (las ambientadas en la época de la Regencia británica, contemporáneas al tiempo de Jane Austen) pero sirve, aunque pueda parecer sorprendente, para introducir bastante bien a las escritoras de Minerva Press, mujeres reales que vivían y trabajan algo más de 200 años atrás. En Four Nights with the Duke, la novela de James, la protagonista escribe para Brandy, Bucknell&Bendal, Editores, pero como apunta la propia Eloisa James en el breve texto sobre las mujeres escritoras que acompaña al libro, en la vida real hubiese trabajado claramente para Minerva Press, la gran editorial que dominaba la literatura popular y el tipo de novelas que Lucibella Delicosa escribía. La escritora de ficción permite descubrir así muchas cosas sobre las escritoras reales, desde lo complejo y un tanto absurdo de las tramas de sus novelas, que siempre eran dramáticas hasta el extremo, hasta lo poco bien vista que estaba la profesión.
En la novela que Emilia Carrington escribe durante la historia que protagoniza (en la que no solo tiene que enfrentarse a un matrimonio de conveniencia, sino que además sufre un terrible caso de bloqueo de escritor), Flora, su protagonista, es abandonada en el altar, tiene que salvarse del malvado Lord Plum, que la arrastra a un castillo en el que tiene unos tigres que la atacan (y posiblemente unos fantasmas de cuatro príncipes que eran herederos del trono y fueron asesinados vilmente) o recibe consejos sobre el amor del fantasma de una mujer que fue abandonada también en el altar y desde entonces pena en un castillo.
Es un juego literario, ciertamente, y uno que funciona dentro de una novela contemporánea que explota esos mismos elementos, haciendo que sea aún más curiosa (en Four Nights with the Duke también hay un malo malísimo, una heroína que tiene que tiene que enfrentarse a los elementos y un héroe que tiene que descubrir el amor, así como un novio que ha dejado a la heroína plantada en el altar y que se enfrenta a sus propias y dramáticas vicisitudes, su propio Peligro Mortal). Y en las novelas de Minerva Press que escribían las verdaderas Lucibellas Delicosas no pasaban esas cosas, pero casi.
Minerva Press es una de las primeras editoriales productoras de best-sellers de la historia literaria y una de las que empezaron creando fenómenos de masas, al tiempo que es una muestra de cómo las mujeres cambiaron como lectoras y cómo lo hicieron como autoras. Sus novelas aparecieron en un contexto concreto, uno en el que había una naciente y creciente masa de lectoras que buscaban lecturas de esparcimiento, y en un período histórico igualmente preciso, en el que las mujeres estaban viviendo una serie de cambios que hacían que las cosas fuesen un tanto distintas a lo que eran antes e incluso a lo que serían después.
Frente a las ideas mucho más puritanas que dominarán en el período victoriano (y que harán que muchas de las mujeres que fueron muy populares en este período sean borradas de la historia, por ejemplo), la época georgiana fue bastante distinta y las mujeres británicas de finales del siglo XVIII y de principios del XIX (esas que protagonizan esas novelas románticas de estilo Regencia 200 años después) vivían en un entorno bastante diferente. De hecho, las mujeres de la alta sociedad del primer tramo de este período eran conocidas por una moralidad un tanto laxa y por protagonizar constantes escándalos (que recogían hábilmente los periódicos especializados), mujeres que no empezarán a desaparecer del panorama público hacia la segunda década del XIX, cuando, como explica Carolly Erickson en Our Tempestuous Day, no solo estaban muriendo sino que además estaban envejeciendo y dejando paso a un cambio generacional mucho más conservador y a unos modos y costumbres mucho más moderados y en el que las mujeres tenían mucho menos margen de maniobra. Era el principio del nacimiento del ángel del hogar victoriano, ese que haría que Mary Shelley tuviese que renunciar décadas después a su yo de escritora con potencial polémico (véase Frankestein) y a su pasado escandaloso, reinventando su historia con Percy Shelley y reinventándose ella misma como la perfecta esposa para poder encajar con la nueva sociedad.
En la época final del XVIII y en los primeros años del XIX, las mujeres tenían una presencia mucho más visible y mucho más revolucionaria, al menos en comparación con lo que ocurriría después. Las damas de la alta sociedad tenían una presencia pública y eran influyentes anfitrionas políticas y sus líos amorosos no eran un secreto tan guardado. Era en realidad una especie de secreto a voces que muchos de los hijos de matrimonios nobles no eran, en realidad, del noble marido que les daba su apellido. A media que empiezan a tener cada vez más peso ciertos movimientos, como los evangélicos y sus visiones de la moral, también empieza a cambiar cómo se ve a las mujeres y su moral.
Es a finales de la década de los 10 del XIX cuando, como apunta Erickson, se empieza a segregar a las mujeres en los momentos de ocio (ese momento clásico que se ve en las películas y las novelas de época en la que las mujeres dejan a los hombres en la mesa) y cuando las mujeres dejan de jugar a las cartas (hasta ahora habitual) para centrarse en cantar y tocar el piano. Y, al final, no hay más que ver cómo evolucionan los vestidos femeninos en estas décadas para ver cómo cambian las posiciones sociales de las mujeres: de los vestidos ligeros y liberadores de principios del siglo, que permiten el movimiento, se pasará, nuevamente y progresivamente, a los vestidos encorsetados que hacen que moverse sea muy complicado.
Pero, sea como sea, durante estos años las mujeres se incorporaron como lectoras en masa, al menos en este escenario (Inglaterra) concreto. Leer era un hábito cada vez más común y las mujeres se entregaban a esta pasión, superando ampliamente lo que ocurría en países como en España, donde solo una minoría de mujeres podían leer. Leían las aristócratas, leían las mujeres de la creciente clase media y leían (o escuchaba a quien leía en alto) las mujeres de clase baja, las trabajadoras.
La formación de las mujeres era cada vez más habitual. Las mujeres estaban a años luz de ser realmente formadas de forma reglada, cierto, pero cada vez accedían más y más a una primera educación y, sobre todo, a una educación básica. Las primeras feministas de estos años, como Mary Wollstonecraft, abogaban por formar a la mujer, por darle acceso a la cultura, e incluso quienes no entraban dentro de esta vanguardia revolucionaria apostaban por darle acceso a la mujer a la lectura. Hannah More era muy influyente y muy popular por su trabajo de filántropa y una escritora que consiguió grandes éxitos en popularidad con algunas historias. Estaba a años luz en términos políticos de Wollstonecraft, justo en el otro lado de la balanza (es una de las autoras puritanas), pero ella también creía que las niñas debían aprender a leer. En sus trabajos de filantropía con las niñas de las clases bajas, las niñas eran educadas en la lectura (pero no, eso sí, en la escritura: More consideraba que saber escribir empujaba el radicalismo).
Al tiempo que el acceso a la lectura era cada vez más general, también lo era el acceso al ocio. Las mujeres empezaron a tener más tiempo libre, al menos las mujeres de las clases acomodadas. Los libros ayudaban a llenar ese tiempo libre. Los libros de Minerva Press cubrían esa creciente necesidad de contenidos con los que llenar el tiempo propio.
La historia de Minerva Press y de su editor es una que merece aún ser recuperada y una a la que deberían dedicarle uno de esos libros de historia literaria amplios y profundos que sacan a la luz tantas historias. Como ocurre ahora mismo con la literatura romántica (de la que es claramente antepasada), la producción literaria de Minerva Press estaba asociada directamente a ciertos clichés y a ciertas ideas. Eran libros baratos, poco valorados y editados de forma no muy elaborada que seguían todos un cierto patrón y contaban igualmente todos historias de heroínas que encontraban el matrimonio.
Los expertos que han analizado en los últimos años estos libros (el boom de internet y la digitalización de los recursos de las bibliotecas han hecho que sea más fácil acceder a estos fondos) han empezado a poner en tela de juicio algunas de estas ideas. No todos los libros contaban las mismas historias y no todos los libros eran poco valorados por los lectores que los leían. Las novelas de Minerva Press eran destrozadas recurrentemente por la crítica literaria contemporánea a su publicación, pero los lectores no solo los devoraban en masa, sino que además algunos de ellos los compraban en lujosas ediciones encuadernadas de forma más cuidadosa para que entrasen a formar parte de su biblioteca personal, algo que el propio editor facilitaba.
William Lane, el cerebro detrás de Minerva Press, era un impresor que supo ver muy bien cómo estaban cambiando los hábitos de lectura y que supo posicionarse muy bien en medio del boom de la creciente novela gótica. Lane dio un golpe maestro cuando cambió el nombre de su negocio, convirtiéndolo en Minerva Press, y empezó no solo a publicar masivamente sino también a hacerlo con una estructura de negocio muy eficiente. La joya de la corona de Minerva Press era su biblioteca de suscripción en Londres, que acumulaba cantidades ingentes de libros. Lane no solo llenaba con sus novedades esa biblioteca, sino que además contaba con otras en diferentes ciudades (las establecía gracias a un modelo muy similar a lo que ahora llamaríamos de franquicia) que hacían que sus novelas llegasen a prácticamente cualquier lugar.
Los libros eran entonces caros (a pesar de que la propuesta de Minerva Press era venderlos a precios más bajos con ediciones más baratas, que podían ser mejoradas – esas lujosas versiones mencionadas anteriormente – con un coste adicional) y los lectores no compraban los libros, sino que los sacaban de estas bibliotecas/librerías en las que, por una cuota mensual o anual, se podían sacar en préstamo una cantidad limitada de libros. Esto salía mucho más barato y hacía que se pudiese acceder a la lectura. Carolyn Jewel, una popular autora actual de romántica histórica ambientada en esa época, hizo una estimación en 2003, basándose en los anuncios publicados en medios de la época, de lo que costaría en términos actuales comprar libros o darse de alta en una biblioteca. Un londinense que se diera de alta en la biblioteca de Minerva Press gastaría unos 289 dólares al año y podría leer 18 libros. Si comprase esos libros en propiedad, tendría que desembolsar entre 418 y 1.076 dólares anuales.
De este modo, los libros llegaban a muchos más lectores y, sobre todo, esas lectoras necesitadas de material de lectura para sus horas de ocio podían acceder a un contenido que de otro modo estaría fuera de su alcance. Las bibliotecas de suscripción eran, además, un negocio fácilmente accesible y que, en muchas localidades, compartía espacio con otros negocios del día a día, haciendo que acceder a los libros fuese todavía más sencillo.
Las mujeres no eran solo las lectoras de estos libros, sino también sus autoras. Las mujeres que escribían en este período histórico y en este mercado literario concreto eran muchísimas, aunque hayan sido olvidadas por completo con el paso de los años. De hecho, como recuerdan en The Cambridge Companion to Women’s Writing in the Romantic Period, se dice habitualmente que la novela histórica empezó con Walter Scott. En realidad, y viendo lo que se estaba publicando y quienes lo estaban haciendo, fueron escritoras que lo precedieron quienes dieron el pistoletazo de salida a este tipo de narraciones gracias a formatos de éxito como los que publicaban estas editoriales de libros populares.
¿Por qué escribían tanto las mujeres y por qué irrumpen de pronto de un modo profesional en el mundo de la escritura, especialmente en el de la escritura de best-sellers? En general, la escritura era una de las pocas maneras que las mujeres tenían de acceder a una fuente de ingresos, especialmente si entraban dentro de esa clase media-alta que no podía ser una trabajadora manual. Esas mujeres más o menos acomodadas que no podían ser doncellas y obreras tenían muy pocas oportunidades profesionales para conseguir ingresos, incluso cuando en ocasiones necesitaban desesperadamente hacerlo. Ser escritora, especialmente de novelas de masas, no estaba muy bien visto, pero era una manera de acceder al dinero.
No hay más que tomar el caso de Fanny Burney, la gran escritora de finales del siglo XVIII británica y la que ha pasado a la historia de la literatura (no es una escritora de Minerva Press, aunque sí una que fue muy popular) para comprenderlo. La historia de Burney y su trayectoria como autora se puede seguir en la biografía Fanny Burney: A biography, de Claire Harman.
Cuando publicó su primera novela, Evelina, lo hizo de forma anónima y vivía angustiada pensando en la reacción que tendría su padre al descubrirlo. Si la publicó es, o eso es lo que creen los modernos biógrafos, porque algo en el día a día de la familia le impulsó a hacerlo. Esto es, la familia necesitaba el dinero. Uno de sus hermanos se encargó de gestionar la publicación y Burney no desveló que era la autora hasta más tarde, cuando su círculo empezó a ser consciente de ello y maniobró para que acabase bajo el foco público.
Evelina fue un éxito de ventas y generó mucha expectación (todo el mundo quería saber quién la había escrito) pero, sobre todo, fue recibida de forma muy positiva. ¿Habría Burney salido a la luz pública si la novela se hubiese convertido en un escándalo? Cuesta creerlo. Para Burney fue el principio de un cambio social (gracias a su éxito literario se convertiría en dama de la corte), pero también el principio de una carrera en la que las letras le generarían ingresos en los momentos en los que los necesitaba. Y no solo ocurrirá con ella: su hermana Sarah, uno de esos pies de página olvidados en la historia literaria, también se convertiría en escritora para lograr ingresos.
De Burney y de su carrera literaria sabemos mucho porque no solo quedaron diarios y memorias, sino también porque es una autora del canon (o lo ha sido más o menos a lo largo de la historia). De las escritoras de best-sellers sabemos mucho menos. Ann Radcliffe era la gran superventas del momento y ha quedado completamente olvidada en la historia literaria general. Poco es, además, lo que se sabe de ella, puesto que era una mujer que buscaba su privacidad. Dejó de escribir en el momento de mayor éxito: quizás porque no le gustaba el boom del género gótico que ella misma había impulsado, quizás porque ya no tenía necesidad o quizás porque su timidez o la mala salud le hicieron desaparecer del foco literario. Los expertos solo pueden especular. Radcliffe no solo fue una autora superventas sino que además lo poco que se sabe de su vida privada demuestra que tuvo una situación de partida un tanto diferente a la de otras autoras de ese momento. Estaba casada y su marido, William, apoyaba su carrera literaria.
Lo común es que estas mujeres autoras lo fueran porque estaban en una situación destituida en la que necesitaban el dinero. Hay viudas que escriben porque no tienen otros ingresos o mujeres que se quedan solas y muchas veces con personas a su cargo y que necesitan tener dinero (como, por otra parte, muchas de las heroínas de sus propias historias). Ninguna de estas autoras ganaba tanto dinero como Radcliffe (que vendía sus novelas por cantidades muy elevadas) o la propia Fanny Burney (la escritora mejor pagada del momento) y no era posible para la gran mayoría vivir de esto (es lo que apuntan en todas las fuentes consultadas), pero sí era una manera de lograr una inyección de capital.
Las mujeres se convirtieron así en una poderosa fuerza en la ficción, una tan poderosa que llegó a adelantar en ciertos géneros y en ciertos momentos concretos a los hombres. Eran ellas las que escribían e inundaban el mercado de best-sellers, para beneficio de las arcas de William Lane. Ellas eran las que encabezaban las listas de libros favoritos de los lectores.
Estas escritoras escribían sobre lo que los lectores querían leer y sobre lo que vendía. La idea que se suele repetir cuando se escribe sobre estos libros y sobre lo que publicaba Minerva Press es que eran una suerte de Harlequin de la época. Eran novelas frívolas, con tramas poco plausibles y no muy intelectuales (o eso decían los críticos, véase por tanto un paralelismo con las mismas críticas – desde fuera del género y del conocimiento del mismo – que se hacen ahora a Harlequin…) y que, sobre todo, vendían muchísimo. En su tesis doctoral (The Minerva Press, en abierto en la red), Deborah Anne McLeod recuerda el caso de Vicissitudes Abroad or The ghost of my father, de Anna Maria Bennett, cuya primera edición (seis volúmenes que costaban 36 chelines) se vendió al completo en el primer día en el que se puso en el mercado. Eran novelas que estaban muy ligadas al consumo.
Una manera de ver la cantidad de dinero que generó Minerva Press es ver la cantidad que heredó la viuda del editor cuando este murió en 1814. Según recoge McLeod, Phoebe Lane heredó 17.500 libras esterlinas a la muerte del editor, una cantidad muy elevada si se toma como baremo la fortuna del señor Darcy para verlo. 10.000 libras esterlinas eran los ingresos anuales de Fitzwilliam Darcy, el rico protagonista de Orgullo y Prejuicio de Jane Austen, que, según un cálculo de su fortuna que se hizo en 2013, equivaldrían hoy en día a 796.000 libras esterlinas anuales. Al cambio a euros es algo más de 930.000 euros. Phoebe Lane habría heredado, por tanto, una cantidad equivalente a algo más de millón y medio de euros.
¿Sobre qué iban esas novelas? Se da por hecho, gracias a las críticas que se han hecho y que se hicieron en su momento a estas novelas, que casi todas eran historias rocambolescas llenas de fantasmas y de cosas escabrosas, esas que tanto le gustaban a la protagonista de La abadía de Northanger. Los datos estadísticos apuntan que la producción era un tanto más variada y que los temas eran más variopintos. Según los datos de McLeod, el 73% de lo que publicaba Minerva Press era ficción, lo que deja un 28% de no-ficción en el que entran desde colecciones de cuentos de hadas a libros de cocina o sobre la paternidad. De ese 73% de ficción hay muchas novelas góticas, pero más hay de lo que McLeod llama ‘cortejo’, novelas protagonizadas por una mujer y con una trama que gira entorno a una cuestión sentimental (aunque a diferencia de lo que ocurre hoy en día en la novela romántica no todas estas historias acababan necesariamente con un final feliz). Transversal se podría considerar a todos los elementos ‘sensational’ (escandalosos), porque en muchas de estas historias aparecen suicidios, asesinatos, envenenamientos o hijos ilegítimos.
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