En 1937, un grupo de mujeres llegaba a Ontinyent, un pequeño pueblo a unos cien kilómetros de Valencia. Eran enfermeras voluntarias, que habían llegado desde Bélgica para trabajar en un hospital en la España en guerra. Su presencia en España tenía bastante de especial, más allá de que hubiesen llegado a un país en guerra.

Por un lado, entrar en España en aquel momento tenía repercusiones legales. Para llegar al país, muchos voluntarios tenían que hacerlo de forma ilegal, sin permiso de sus países (lo que los exponía a repercusiones cuando volviesen a sus lugares de origen).

Por otro lado, el grupo de mujeres voluntarias que había llegado a Ontinyent lo hacían su propia precariedad y desde una situación muy compleja. Ellas mismas eran refugiadas, mujeres judías del este de Europa que habían llegado a Bélgica en la década de los años 20 huyendo del antisemitismo en sus países de origen. Eran mujeres que, dada su precaria condición de refugiadas, podían perder mucho más de lo que se arriesgaban a perder otros voluntarios. Pero este grupo de enfermeras consideraban que apoyar una causa justa y luchar contra el fascismo era mucho más importante.

Su historia la acaba de rescatar el periodista Sven Tuytens. Las enfermeras protagonizaron primero un documental y luego un libro, que El Mono Libre acaba de publicar en España como Las mamás belgas. Mamá era el nombre cariñoso que los heridos de guerra daban a las enfermeras en los hospitales de campaña.

Por supuesto, las voluntarias belgas no fueron las únicas mujeres que participaron en la Guerra Civil española (y posiblemente la historia de las enfermeras y del personal sanitario femenino en la guerra esté todavía por escribir en un volumen que llegue al público generalista) pero su historia es muy valiosa y el trabajo de recuperación realizado por Tuytens, que ha tenido que tirar del hilo de archivos, desenterrar historias completamente olvidadas o hacer entrevistas y más entrevistas, muy recomendable.

Se llamaban Rachel, Genia, Lya, Frieda, Anna o Golda y llegaron a España en mayo de 1937. Entraron por la frontera con Francia y pasaron por Barcelona, donde una foto las ha atrapado sonrientes en la plaza de Cataluña, en medio de las celebraciones del 1 de mayo. “A primera vista, la fotografía no parece la de un grupo de trabajadoras militantes, sino de unas burguesas coquetas de excursión turística”, escribe Tuytens. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. En esa foto, aparecen 11 voluntarias, aunque en realidad al final serían 21, a las que se sumaría un grupo de enfermeras holandesas (ellas llegadas, eso sí, con permiso de su país y bajo su cobertura, lo que las protegía de cualquier represalia al volver a casa). La imagen es, por cierto, la que aparece en la cubierta del libro.

“Yo había dejado mi trabajo, vendido mi bicicleta y hecho la maleta solo con lo imprescindible”, recordaba después Rachela Luftig, una de las voluntarias. “Partimos por la tarde en tren desde Bruselas. Viajábamos de noche y sin pasaporte”, añadía. Desde Barcelona las mandarían a Ontinyent también en tren. Los viajes por el interior de la España en guerra eran bastante penosos. Los trenes iban abarrotados, olían mal y, en aquella primavera, se pasaba demasiado calor en su interior. Como recoge el libro, en todas las paradas en las estaciones se acababa bajando para coger agua.

El hospital, conocido como “el belga”, se instaló en un antiguo monasterio (que hoy es un colegio bajo control de la iglesia católica, algo que hizo no poco complicado para Tuytens acceder a su interior y a sus archivos). Al principio, estaban muy lejos del frente de batalla, lo que hizo que se convirtiesen en un hospital más de retaguardia y también que diese servicio a la población civil (que, no hay que olvidar, estaba aumentando con el flujo de refugiados).

En el hospital hubo también voluntarias españolas, que muchas veces carecían de conocimientos médicos y que tenían que aprender sobre la marcha, y un equipo de médicos. Aun así, las voluntarias fueron las pioneras, las que primero hicieron el trabajo. Luftig explicaba después: “Éramos las primeras enfermeras que llegaban. Allí solo había mujeres de la limpieza y un par de heridos leves”. Las enfermeras harían un trabajo pionero (los cuerpos sanitarios en la Guerra Civil fueron pioneros en muchas cosas) y también serían una especie de rareza en un lugar que antes no había recibido muchos extranjeros.  Algunas de ellas tenían también novios y maridos en las Brigadas Internacionales.

Las enfermeras voluntarias resistieron casi hasta el final. Algunas de ellas estuvieron en el hospital hasta febrero de 1939, cuando fueron evacuadas sin que se sepa muy bien cómo (simplemente, una mañana desaparecieron de repente). Las voluntarias belgas volvieron a su país, donde su historia no tuvo un punto final. La II Guerra Mundial se avecinaba y con ella la ocupación nazi de Bélgica. Las mamás belgas tuvieron que luchar, una vez más, contra el fascismo.

Fotografías | Cortesía editorial