El 13 de marzo, cuando ya los supermercados estaban abarrotados y cuando lo de quédate en casa era ya trending topic anticoronavirus, pensé en ir a la librería a comprar suministros para lo que parecía que iban a ser unas semanas de movimientos reducidos. No lo hice. Me dije: “ya irás mañana en un paseo a primera hora, cuando seguro que hay menos gente”. El mañana era el sábado 14, cuando por la tarde se anunció el estado de alarma y el confinamiento. En la comunidad autónoma en la que vivo, el cierre total de tiendas se había anunciado justo el viernes por la tarde-noche, por lo que en la mañana del sábado 14, aunque aún se podía pasear, las librerías estaban cerradas a cal y canto.
No compré una montaña de libros con los que pasar los días de la cuarentena y, ese sábado por la tarde, eso me pareció primero un poco preocupante y luego una ‘oportunidad’ (como si fuese uno de esos entrepreneurs de los años de la crisis que veían oportunidades en todo). Iba a ser el momento en el que acabase con las bolsas de Mercadona en las que había ocultado las pilas de libros por leer que hasta Navidad habían okupado mi mesa de comedor.
Mi estimación a 15 de marzo era que esto duraría unas tres semanas y que cuando todo terminase yo habría, como poco, eliminado una de las bolsas. Lo cierto es que como vidente no tengo precio…
Como sabemos ya, esto no ha durado tres semanas y, como voy a confesar, no he eliminado ni la mitad de una de las bolsas de Mercadona de libros pendientes de leer. Los primeros días concentrarme me costaba enormemente y todos aquellos libros pendientes requerían una capacidad de concentración que mi cerebro no tenía. Encontrar mi normalidad en medio de la pandemia me llevó un tiempo y volver a mi yo como lectora no implicó menos esfuerzo.
Habitualmente, soy una lectora voraz, que suele leer varios libros cada semana. Los libros, especialmente las novelas, han sido un refugio en momentos no muy positivos. En los primeros días del coronavirus, ni siquiera ellas eran capaces de captar mi atención y mi ritmo de lectura se había desplomado por completo. Lo único que era capaz de leer de principio a final eran las noticias. Estaba en una especie de scroll infinito en Twitter.
El primer libro que logré leer entero fue el diario de una adolescente barcelonesa, Querido Diario: hoy ha empezado la guerra, de Pilar Duaygües (muy interesante, comprado poco después de que saliese a librerías allá por 2017 y esperando a ser leído desde entonces). Duaygües escribe en medio de la no-normalidad (vive en la Barcelona de la Guerra Civil) sobre la más absoluta normalidad (su enamoramiento adolescente, los dramas con sus amigas, sus maratones de cine). Como todo se sucede en entradas cortas, pude ir avanzando en la lectura.
Todo esto lo cuento para abordar un tema. Puede que sí, que Isaac Newton descubriese no sé cuantas cosas durante una cuarentena (aunque ya han explicado varios historiadores de la ciencia en Twitter que esa es una visión bastante simplista de lo que ocurrió) y que no sé quien hiciese no se qué, pero no pasa nada por haber llegado a 4 de mayo y a no se cuántos días de confinamiento anticoronavirus sin haber escrito una novela, sin haber concluido una obra maestra y sin haber leído ni un solo libro.
En El País Semanal de este domingo publicaban un texto sobre por qué estamos haciendo pasteles de forma masiva (“por encima de nuestras posibilidades”) y la periodista lo cerraba con una cita de un poema de Grace Paley. “Iba a escribir un poema/ pero horneé un pastel en su lugar”. Si procrastinar es algo ya demasiado tentador en tiempos ‘normales’, en los tiempos complejos resulta especialmente tentador. No tener la cabeza para nada en un momento como este tiene mucha lógica y no leer es esperable. No deberíamos sentirnos culpables por no haber leído X libros y por «haber estado perdiendo el tiempo de la cuarentena» (deberíamos preguntarnos qué es eso exactamente y por qué esperamos, en medio de la mayor crisis en muchísimo tiempo, seguir siendo ‘productivos’).
Así que si durante estas semanas y las que vienen por delante no has leído mucho o no has leído nada, pues realmente no pasa nada. Nadie te quitará el carné de librópata.
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