Una imagen del libro La púa del rastrillo, de Víctor Catalá

En 1898, una historia trágica se alzó con el premio de los Juegos Florales de Olot. Se titulaba La infanticida y era un monólogo en verso protagonizado por una mujer que había cometido – como su título ya dejaba claro – infanticidio. El monólogo ganador se convirtió en un escándalo y no se representó. No lo haría hasta prácticamente 70 años más tarde: la primera vez que se puso en escena fue en 1967, con su autora ya fallecida.

Aun así, La infanticida fue el punto de inflexión que marcó la carrera de Caterina Albert, la escritora catalana autora del texto. La infanticida fue el punto de arranque de una carrera importante en las letras, pero lo fue quizás no como su autora esperaba. Caterina Albert seguiría escribiendo – y publicando – pero lo haría bajo la protección de un pseudónimo. Para el resto de su obra ya sería siempre Víctor Catalá.

La figura de Albert/Català es una de esas que funcionan como nombres clave de su literatura (en este caso, la catalana) y que los escolares tienen que estudiar. Sin embargo, y como ocurre con otras figuras clave de otras literaturas peninsulares fuera de su zona de por así decirlo influencia, el conocimiento que se tiene de esas figuras y de su obra fuera es limitado. Sabes que existen esos autores, al menos en esos casos, pero lo más probable es que no los hayas leído (posiblemente, ni siquiera sea fácil acceder a traducciones de sus obras).

Por eso, uno de los últimos lanzamientos de Club Editor en castellano es tan interesante: han publicado una antología de cuentos de Víctor Català –en una selección realizada por Lluïsa Julià y en una traducción de Nicole d’Amonville Alegría (que explica en un epílogo los retos de la traducción y que enriquece con ella la experiencia de quienes leemos)– en la que además se incluye también esa polémica La infanticida.  Los cuentos seleccionados en La púa de rastrillo abordan toda la carrera de Català. Además del texto inaugural de su trayectoria literaria, que aquí cierra la selección, se incluyen muestras de su trabajo de la década de los 00, de los 20, de los 30 y de los 50, un abanico que va desde sus primeras obras a las últimas.

Todas ellas siguen unas líneas maestras bastante similares, porque Víctor Català se mantuvo –a pesar de los cambios de modas literarias– fiel al tipo de historias que le interesaban. Son historias brutales y bastante tremendas, que reflejan las miserias de la vida y que tienen finales que no pocas veces resultan abrumadores. La púa de rastrillo, el relato que da título al tomo, es, por ejemplo, una historia sobre un intento de violación (y saber que eso va a ocurrir antes de leerlo hace que la construcción del texto resulte todavía más asfixiante).

Escribir este tipo de historias no hizo que la vida de Caterina Albert, cuya identidad literaria era un secreto a voces, fuese fácil. Sus lectores y el universo literario catalán de principios de siglo XX tenían sus imágenes mentales de cómo debería ser una mujer que escribía historias tan tremendas (ya sabéis: ahí estaba ese tópico –que tristemente hay quien todavía no ha superado…– de que las mujeres no escriben esas historias, como si las mujeres no pudiesen escribir ahora y entonces de lo que les diese la gana).

Las expectativas chocaban un tanto con la realidad de Albert, que aseguraba que tenía una «vida vulgar, vulgarísima». La cita sobre su visión de su propia vida viene, por cierto, de la breve biografía Víctor Català Caterina Albert, de Anna Caballé, que formaba parte de una colección que El País publicó por entregas hace un par de años.

Por muy del montón que asegurase que su vida era, la realidad es más compleja. Ya lo deja claro la propia edición de Club Editor de sus cuentos cuando trazan un par de rasgos sobre su vida: «Según varios manuales escolares, Caterina Albert i Paradis vivió recluida y no abandonó su pueblo. Otras fuentes afirman que viajó por Europa (…), que conocía los barrios bajos como la palma de su mano, que leía en cuatro idiomas». El gran éxito de uno de los últimos Sant Jordi fue, de hecho, la reedición de su segunda novela, Un film (3.000 metres), que aborda la vida de una suerte de gánster de la Barcelona de 1918 y la vida en los barrios bajos.

Incluso, además de escribir, Caterina Albert era artista y arqueóloga, excavando buscando restos en las tierras de su familia. No parece exactamente una «vida vulgar, vulgarísima».